La historiografía tradicional, sobre todo la anglosajona, establece un contraste manifiesto entre la escuela holandesa y una supuesta escuela “hispano-alemana”. En realidad, cabe hablar, más bien, de tres escuelas, la holandesa, la española y la alemana, dado que, como observamos en el capítulo previo, la práctica española y la alemana eran distintas. El primer error conceptual es suponer que las fuerzas de las Provincias Unidas presentaban una proporción de armas de fuego muy superior, cuando en realidad la ratio entre picas y arcabuces o mosquetes evolucionó de forma parecida. El Ejército de Flandes fue el primero en incrementar la cantidad de tiradores. Ya en 1578, Francisco de Valdés indicaba en sus Diálogos del arte militar que “de ordinario hay en la infantería española mucha más arcabucería que piquería, en tanto grado que vemos juntar nueve mil infantes y a duras penas haber en tan gran número mil y quinientas picas, siendo todos los demás arcabuceros”.[1] En el caso alemán, la Guerra Larga de Hungría (1593-1606) contra los otomanos, las tropas imperiales acrecentaron considerablemente su potencia de fuego: las treinta y tres comisiones de reclutamiento que ha estudiado József Kelenik reflejan una proporción entre picas y armas de fuego que oscila desde 1:1,2 hasta 1:11, con un promedio de 1:2.[2]
Otro error básico deriva de la concepción de las formaciones de las tropas de los Austrias, ya sean españoles o austriacos, y de la Liga Católica, como grandes masas cuadradas de escasa movilidad. Ni en la década de la Guerra de Flandes previa a la Tregua de los Doce años ni en la Guerra Larga de Hungría la infantería se desplegó en escuadrones de miles de hombres con cuarenta o cincuenta hileras de fondo. El escuadrón de vanguardia que formó Ambrosio Spínola para socorrer Groenlo en 1606 constaba de 1200 infantes, de los que 462 eran piqueros, y tenía 33 hileras de frente y 14 de fondo.[3] En la llanura húngara, los imperiales solían desplegar sus escuadrones con 10 o 12 filas de profundidad.[4] Solo los suizos se mantenían fieles a la tradición y, en la batalla de Tirano (1620), durante la Guerra de la Valtelina, los berneses llegaron a formar un escuadrón de 3000 hombres, que los arcabuceros y mosqueteros españoles, parapetados en cercas de piedra y con la ayuda del desnivel y las viñas que cubrían el terreno, deshicieron en apenas 15 minutos.[5]
Otra cuestión es hasta qué punto los ejércitos protestantes alemanes habían adoptado las prácticas holandesas. En 1617, Juan VII de Nassau-Siegen fundó una Schola Militaris en Siegen que formó a muchos jóvenes alemanes, principalmente de los territorios calvinistas, y que dirigió Johan Jacob von Wallhausen, antiguo oficial del Ejército de las Provincias Unidas y uno de los principales teóricos militares del momento. Ello, además de la presencia, en las filas protestantes, de antiguos capitanes de Mauricio de Nassau –Dodo zu Innhausen und Knyphausen, jefe de Estado mayor de Christian de Brunswick, es el ejemplo más claro–, ha llevado a múltiples autores a dar por sentado que los alemanes protestantes combatían según el modelo holandés. En realidad, existen indicios de lo contrario. La relación coetánea del Mercure François describe el orden de batalla protestante en Montaña Blanca (1620) como conservador: “[el elector palatino] había desplegado al frente de su ejército el Regimiento del príncipe de Anhalt en un gran batallón cuadrado con sus mangas en las cuatro esquinas (como estaban también los otros cinco regimientos)”.[6] En su relación, el verdadero mando protestante, Anhalt, deja claro que “el enemigo formó en orden al pie de la montaña y parcialmente tras ella de la misma forma que nosotros”.[7] En las batallas posteriores, el margrave de Baden-Durlach, Ernst von Mansfeld y Cristian de Brunswick se apoyaron en sus coraceros, en tanto que el papel de su infantería fue paupérrimo, con escasas excepciones como los regimientos de Sajonia-Weimar. En Wimpfen (1622), Baden desplegó sus batallones tras un círculo de carromatos; en cuanto a Fleurus, el oficial valón Louis de Haynin cuenta que Mansfeld “había colocado sus tres grandes escuadrones de infantería justo frente a los tres primeros de los nuestros”,[8] lo que deja claro que el dispositivo era idéntico en ambos ejércitos.
Las batallas de la fase palatina, con excepción de Montaña Blanca y, en menor medida, Stadtlohn, fueron en esencia choques entre infantería (católica) y caballería (protestante). Los soldados de a pie de los varios ejércitos contratados por Federico V se componían sobre todo de campesinos sin instrucción adecuada y con un equipo de mala calidad. En diciembre de 1622, Gabriel de Roy trasladaba a Gonzalo Fernández de Córdoba su parecer negativo sobre las tropas de a pie de Brunswick: “Hay también alguna poca infantería, pero toda canalla y que se huye cada día”.[9] En Wimpfen, y sobre todo en Fleurus, la infantería católica se enfrentó a cargas de caballería masivas que frenó gracias a un dispositivo táctico profundo y compacto. En la segunda batalla, Fernández de Córdoba amalgamó sus tercios y regimientos en tres grandes escuadrones que, si nos fiamos del cuadro de Pieter Snayers sobre le acción, tenían 30 hileras de fondo. Se trata de una formación ad hoc para afrontar un peligro determinado, puesto que el dispositivo contra la infantería era muy distinto, lo que deja patente la gran flexibilidad táctica de las tropas hispánicas, en nada inferior a la de sus adversarios. Las tropas imperiales y de la Liga Católica no se quedaban atrás. Como ha señalado Peter Wilson, en la década de 1620 recurrieron a formaciones de en torno a 1500 hombres con una profundidad variable de 16 a 26 hileras, las primeras de las cuales estaban formadas por mosqueteros.[10]
Las innovaciones suecas
El desembarco sueco en Alemania en 1630 dio un giro al rumbo de la guerra, pero sus consecuencias en la evolución de las tácticas han sido sobredimensionadas. La brigada sueca era una unidad táctica de grandes dimensiones –el escocés James Turner, que sirvió en las filas de Gustavo Adolfo, situó sus efectivos en 1800 hombres: 600 piqueros y 1200 mosqueteros–.[11] La proporción es parecida a la de las tropas hispánicas e imperiales; la gran diferencia viene del hecho que la brigada sueca no desplegaba los piqueros en un solo bloque sino en tres, en forma de punta de flecha, o –con mucha menor frecuencia–, en cuatro, en forma de rombo.[12] Las subdivisiones tácticas eran parte de un todo y debían funcionar al unísono. No se trataba, como en el caso holandés, de batallones independientes, y los observadores contemporáneos percibían la brigada como una unidad fija. Así, por ejemplo, Galeazzo Gualdo Priorato se refiere a las brigadas, cuando describe el orden de batalla de Oldendorf (1633), como a batallones íntegros, en lugar de desgranar cada una en sus subdivisiones tácticas como si estas se tratasen de batallones independientes:
«[…] marchaban con bellísimo orden en el frente de la batalla [el cuerpo principal], 4.000 infantes en tres batallones del Regimiento de Lüneburg y el de Knyphausen, bajo 28 banderas de azul y amarillo, detrás de los cuales seguía el cuerpo de batalla formado por otros 4000 infantes divididos en tres batallones de los regimientos de los coroneles Landfeld y conde de Eberstein, y del landgrave, con 36 banderas naranjas y verdes».[13]
La brigada sueca, al igual que el sistema neerlandés, requería de una excelente coordinación entre las tropas, sin que ello supusiera una ventaja táctica evidente. Los suecos vencieron en Breitenfeld (1631), Oldendorf (1633) y Liegnitz (1633), pero Lützen (1632) quedó en tablas, y fueron derrotados en Alte Veste (1632) y Nördlingen (1634), en esta última de forma aplastante. Además, no puede decirse que las victorias fuesen consecuencia del modelo táctico. En Breitenfeld, la derrota imperial se debió más bien al arriesgado despliegue de Tilly, que formó su ejército en una solitaria línea, sin reserva alguna que pudiera intervenir en caso de que, como sucedió, el enemigo rebasase uno de sus flancos.[14] En Oldendorf y Liegnitz, los suecos se enfrentaron a tropas bisoñas al mando de jefes poco hábiles. Frente a un enemigo experimentado, innovaciones como la “salva sueca” o el hecho de intercalar mangas de mosqueteros y artillería ligera entre los escuadrones de caballería no fueron de utilidad alguna.
La “salva sueca” era la antítesis de la contramarcha que vimos en el capítulo anterior. En lugar de mantener un fuego sostenido, los mosqueteros buscaban maximizar su potencia de fuego con una descarga devastadora en la que disparaban todos al mismo tiempo. Un testigo inglés o escocés de la batalla Breitenfeld expone al detalle el funcionamiento de esta táctica: “los escoceses formaron en varios cuerpos de seiscientos o setecientos [hombres] cada uno, con tres hileras de profundidad […], la más avanzada, apoyada sobre la rodilla; la segunda se detuvo más arriba, y la tercera estaba de pie, y disparando todas al unísono, vomitaron tanto plomo sobre los caballos enemigos que sus filas se rompieron, y al cargar los caballos suecos, el enemigo fue roto”.[15] El mayor inconveniente de la salva sueca es que los soldados quedaban a merced del fuego y las cargas enemigas mientras recargaban. En Nördlingen (1634), el maestre de campo Martín de Idiáquez ordenó a sus hombres que se echasen al suelo cuando los suecos abrían fuego para, acto seguido, levantarse y masacrarlos sin que aquellos pudiesen replicar:
«[…] ordenó con gran providencia a sus soldados que dejasen venir al enemigo muy cerca, sin tirar, hasta que él diese la seña, y que al tiempo de quererles dar la carga, se arrodillasen; hízose así, y luego que el enemigo les hubo dado la carga, que les pasó por alto […], luego teniéndole tan cerca hizo la seña don Martín a sus mosqueteros, que dieron tal carga al enemigo, que no se perdió bala, abriéndole sus escuadrones con gran mortandad».[16]
Las tropas españolas, al igual que las neerlandesas, privilegiaron siempre el fuego sostenido, que, gracias al progresivo incremento del número de armas de fuego de las compañías, podía mantener a raya los batallones enemigos durante horas. En Proh (1645), el Ejército de Lombardía pasó siete horas vomitando plomo sobre las fuerzas franco-saboyanas, lo que llevó al marqués de Velada, el comandante español, a elogiar la disciplinada y eficaz forma proceder de su infantería, “que se ha admirado por cuantos soldados lo han visto, y yo entiendo que ninguna [infantería] del mundo la pudo aventajar aquel día que se peleó más de siete horas ardentísimamente”.[17] El debate en torno a uno u otro modelo apenas había comenzado y alcanzaría su clímax en el siglo XVIII, cuando el meticuloso fuego por secciones del Ejército británico se midió contra las descargas cerradas francesas, seguidas siempre de una carga a la bayoneta.
La idea de intercalar batallones de mosqueteros entre los escuadrones de caballería no era ninguna novedad, por lo demás. En Stadtlohn y Höchst, Tilly empleó como punta de lanza escuadrones de caballería, acompañados de mangas de mosqueteros, mientras que la idea de intercalar formaciones de infantería y caballería era mucho antigua y se remonta al renacer del arma montada durante la segunda mitad del siglo XVI. En Theorica y practica de guerra (1596), Bernardino de Mendoza recomendaba disponer “la arcabucería de las mangas y mosquetería en los puestos donde jueguen con más seguridad por la calidad de ellos, o abrigo que le dan la caballería y escuadrones, debajo de lo cual se viene a conseguir un grande efecto, cual es poder jugar con movimiento continuo, si la arcabucería es diestra, ofendiendo al enemigo”.[18] Ludovico Melzi, teniente general de la caballería de Flandes y Brabante, es aún más explícito en sus Regole militari sopra il governo e servitio particolare della cavalleria (1611): “se halla por experiencia ser cosa muy provechosa entremezclar algunas veces según las ocurrencias y la necesidad las tropas de caballos con algunas mangas de mosquetería, cuando el enemigo es superior en caballería”.[19] El error del conde de Fontaine en Rocroi (1643) de no reforzar las alas de caballería con mangas de mosqueteros constituyó la excepción más que la norma general. Aun así, esta táctica recibió críticas de comandantes y teóricos de renombre como el más brillante de los generales imperiales, Raimondo Montetuccoli, que, con respecto al despliegue sueco en Nördlingen, observó que:
«Después de que la caballería fuera expulsada del campo, los suecos advirtieron su defecto, y para protegerla colocaron pelotones de mosqueteros y algunas piezas de artillería entre los escuadrones de caballos, pero no fue suficiente remedio, porque rotos los escuadrones, los pelotones andaban forzosamente al filo de la espada, como les sucedió a ellos, porque no tenían cuerpo cerca al amparo del que restablecerse, ni picas que los sostuvieran».[20]
Al igual que otras supuestas innovaciones suecas, la de entremezclar unidades de infantería, artillería y caballería en los despliegues tuvo un recorrido muy limitado, y el sucesor de Gustav Horn al mando del ejército sueco tras la captura de este en Nördlingen, Johan Báner, abandonó no solo esta táctica, sino también la confusa formación de la brigada sueca en pos de un despliegue convencional con un solo bloque de picas y guarniciones de mosqueteros.
Evolución de las tácticas en la Guerra de los Treinta Años y la guerra lineal
En la Guerra de los Treinta Años, tres factores motivaron una rápida evolución en el modo en que los ejércitos disponían sus unidades en el campo de batalla. Como hemos mencionado, la ratio de armas de fuego aumentó sin cesar, lo que hizo que los escuadrones profundos perdiesen el sentido. El valón Charles de Bonnières, señor de Auchy, que combatió en los Países Bajos y Cataluña, era palmario al expresar, en su Arte militar deducida de sus principios fundamentales (1644), que “la ventaja que tiene la mayor frente contra la menor es bien conocida, pues se ve que entonces pelean más armas contra menos, principalmente de lejos con la de fuego”.[21] Asimismo, la larga duración y el coste económico del conflicto hicieron disminuir el tamaño de las unidades. El imperativo de maximizar la potencia de fuego sin apartar en demasía las guarniciones de mosquetería del núcleo central de picas impidió que, como antaño, las unidades de infantería con pocos efectivos se amalgamasen en escuadrones masivos. El resultado fue el despliegue en batallones de entre 350 y 1000 hombres, con tendencia a la baja, con una profundidad de entre cinco y diez hileras.
La evolución se produjo en paralelo en todos los ejércitos. El diario de campaña del Armée d’Allemagne francés al mando del cardenal de La Valette, en 1636, contiene instrucciones que dictaminan que, en casto de batalla, sus 6180 infantes debían dividirse en 13 batallones, lo que arroja una cifra media de 524 hombres por batallón, con oscilaciones desde 350 hasta 800 efectivos.[22] Varios años después, en 1642, el ejército sueco del mariscal Trostensson presentaba un batallón con 800 soldados, de media, dispuestos en seis hileras de profundidad, mientras que la infantería imperial de Ottavio Piccolomini formaba en batallones de 1000 hombres con diez hileras de profundidad.[23] Peter Wilson, por su parte, señala que ya en Lützen, Wallenstein desplegó su infantería en batallones de un millar de soldados, algunos con apenas siete hileras de fondo.[24] El caso español en nada difiere de los demás. En la batalla de Montijo (1644), contra el rebelde Juan de Bragança, el barón de Molingen formó sus 3150 infantes en “siete escuadrones con siete maeses de campo, dándoles a todos igualmente seis hileras de fondo”.[25] El promedio era de 450 soldados por batallón y, lejos de una excepción, podemos afirmar que era lo común en los ejércitos hispánicos del momento, ya que, aun cuando los manuales tácticos españoles detallaban cómo formar escuadrones masivos y profundos, Francisco Dávila Orejón Gastón, que servía desde 1637, detalla en Politica y mecanica militar para sargento mayor de tercio (1669) que:
«[…] En treinta y dos años que ha que servimos a Su Majestad, en ninguno de sus ejércitos hemos visto mandar formar ninguno de estos escuadrones, sino solo los ordinarios, y sin raíz cuadrada, con el fondo desde 9 a 5, y para estos escuadrones, cuando éramos sargento mayor no gastábamos papel ni números, y con solo dos diligencias los formaban los sargentos».[26]
De esta práctica, tan diferente de lo habitual en el siglo anterior, se derivó una realidad que advirtió bien William P. Guthrie: al contar con más armas de fuego, las formaciones de infantería ganaron en capacidad defensiva, al tiempo que, al perder picas y profundidad –indispensable en el choque, como vimos en la primera entrega de la serie–, su capacidad ofensiva disminuyó.[27] Las principales batallas de la década de 1640 se caracterizaron por la irrelevancia del combate de la infantería en el centro, por cruento que fuese, y se decidieron en los choques de caballería en las alas. Privados de apoyo en los flancos, los infantes eran irremisiblemente rodeados y derrotados. Así sucedió en casi todas las grandes batallas de la fase final de la Guerra de los Treinta Años: Breitenfeld (1642), Honnecourt (1642), Rocroi (1643), Jankau (1645), Mergenthein (1645), Allerheim (1645) y Lens (1648); como también en los dos enfrentamientos clave de la Guerra Civil Inglesa, Marston Moor (1644) y Naseby (1645), y en varias batallas en Cataluña e Italia entre los ejércitos españoles y franceses, como las de Lérida (1644), Proh (1645) y Bozzolo (1647).
El tercer factor fundamental en el cambio significativo que se advierte en los despliegues a partir de la década de 1630 fue el incremento del número de fuerzas montadas en relación con la infantería. Entre Montaña Blanca y Lützen, el arma de caballería constituyó entre un cuarto y un tercio de las fuerzas en campaña, mientras que en la segunda batalla de Breitenfeld y en la de Jankau, el porcentaje de efectivos montados superó el 50%.[28] Este incremento de la caballería vino dado por razones de índole estratégica, no táctica, pues los ejércitos ganaban así movilidad y podían forrajear en distancias más amplias. Inevitablemente, empero, esto tuvo consecuencias en la táctica de las fuerzas en liza. Breitenfeld (1631) fue una de las últimas batallas en las que se intercaló batallones de infantería y escuadrones de caballería, como venía siendo frecuente –basta con observar el orden de batalla de ambos ejércitos en Montaña Blanca para advertir que Gustavo Adolfo, lejos de innovar a este respecto, seguía patrones asentados–. En la década de 1630 se impuso un modelo común que concentraba la infantería en el centro y la caballería en los flancos.[29]
El objetivo de un despliegue en el campo de batalla, como expuso el señor de Lostelneau, sargento mayor de las Gardes Françaises, en Le maréchal de bataille (1647), era “que todas las tropas estén tan bien dispuestas que puedan marchar al combate sin otro impedimento que aquel que recibirán de parte del enemigo”.[30] Si la infantería formaba un cuerpo sólido en el centro no solo sacaba todo el partido de su potencia de fuego, sino que evitaba que la caballería propia, puesta en fuga por el enemigo, chocase con los batallones propios y los rompiese. Los dispositivos que entremezclaban infantería y caballería cedieron paso rápidamente al nuevo modelo, al tiempo que las formaciones ajedrezadas o escalonadas, en las que los batallones dejaban huecos entre ellas que cubrían los de la línea posterior, se convirtieron en líneas continuas para facilitar la defensa de los más reducidos y menos profundos batallones. La convención, en las décadas de 1630 y 1640, era desplegar varias líneas, tal y como explica Montecuccoli:
«Hoy en día, todos los capitanes están acostumbrados a agrupar sus fuerzas en más de una línea, una táctica que los alemanes llaman treyfach. Esto es lo que hicieron los imperiales en Lützen, Soulz, Nördlingen, Wittstock, Friburgo y en todas partes, a excepción de Tilly en la batalla de Breitenfeld. Este último colocó todo su ejército a lo largo de un solo frente y como resultado se encontró en mala posición».[31]
La comparativa entre los órdenes de batalla españoles en Honnecourt y Rocroi revela las virtudes del primero y los defectos del segundo a tenor de las máximas señaladas. El primero lo planteó el experimentado Jean de Beck, que había hecho buena parte de su carrera en el Ejército imperial y, en consecuencia, había tomado parte en muchas batallas. El segundo fue obra, en cambio, de Paul Bernard de Fontaine, que a pesar de sus muchos años de servicio nunca había combatido en grandes batallas campales. Beck dispuso tres líneas, con una fuerte vanguardia y una reserva asimismo poderosa para el caso de que las primeras líneas se encontrasen en apuros. Tal y como escribió el secretario de los Avisos de Guerra, Jean-Antoine Vincart:
«La vanguardia [o 1.ª línea] iba compuesta de siete batallones de infantería, cinco de españoles y dos de italianos, con ocho escuadrones de caballería al lado derecho y otros ocho al izquierdo, y cinco piezas de artillería con algunas municiones delante los batallones de la infantería; la batalla [2.ª línea] iba compuesta de cuatro escuadrones valones con otros ocho escuadrones de caballería al lado derecho, y otros ocho al izquierdo, y a la retaguardia iban otros cinco batallones de alemanes con la resta de la caballería a los lados».[32]
En Rocroi, Fontaine dispuso cinco tercios españoles en primera línea, con una segunda línea formada por tres tercios italianos, cinco valones y uno borgoñón, y cinco regimientos alemanes como reserva, con la caballería en los flancos. El duque de Albuquerque, al mando de la caballería real, criticó con dureza este dispositivo, que concentraba muchas tropas en segunda línea en detrimento de la reserva:
«Vamos ahora a la mala forma con la que estaba dispuesto el ejército, que parece imposible que lo pudiese errar un niño, cuanto y más un hombre tan viejo como Fontana. Habiendo 21 tercios de infantería, tenía puestos cinco de frente al enemigo, y los demás que hacían frente al sesgo por los costados, y toda la caballería del rey en ala al cuerno izquierdo, y al derecho otra ala de alguna caballería del rey y lo demás de regimientos y caballería alemana; en fin, él tenía puesto el ejército en plaza de armas en vez de ponerlo en batalla, y con tan poco retén y reserva como si no se hubiese de pelear».[33]
Dos factores decantaron la victoria del lado francés, como advirtieron muchos testigos hispánicos. En primer lugar, a diferencia de Fontaine, Enghien dispuso una reserva numerosa. Según Vincart: “la batalla o segunda hilera estaba más gruesa y más fuerte de batallones y escuadrones de infantería y caballería que la vanguardia, y la reserva más gruesa y más fuerte que todo”.[34] Como Tilly en Breitenfeld, el comandante español, Francisco de Melo, acusó una falta de reservas cuando sus batallones fueron desbordados por los franceses. El segundo factor es que la infantería y la caballería galas actuaron en completa coordinación y, en palabras de Vincart: “lo que dio tanta ventaja a la caballería francesa fue, en primero, que los escuadrones venían mezclados con los batallones de infantería, y estando un escuadrón de caballería roto se retiró tras del batallón de infantería que estaba a su lado, y allí se rehizo y volvió a pelear”.[35] Esto no quiere decir que los franceses optasen por un despliegue a la vieja usanza, con los escuadrones de caballería intercalados entre la infantería, sino que ambas fuerzas avanzaron al mismo tiempo y se apoyaron mutuamente. A pesar de la insistencia de Albuquerque en la importancia de reforzar la caballería con mangas de mosqueteros, estas les sirvieron de poco a los galos, cuya caballería, rechazada por la española en los dos flancos, se restableció gracias a que sus batallones de infantería detuvieron a los jinetes hispanos, imposibilitados de explotar su éxito porque Fontaine no ordenó un avance general de la infantería que, probablemente, hubiera inclinado la victoria del lado español. A decir de Albuquerque:
«[…] que la infantería se quedase fija en sus puestos […] fue nuestra última perdición, pues salió la caballería a pelear contra la caballería y la infantería del enemigo, que venía mezclada y unida, y nuestra infantería se quedó sin que nos ayudásemos los unos a los otros».[36]
En 1677, el angloirlandés Roger Boyle, conde de Orrey, señalaría en A Treatise of the Art of War, que, “en una batalla, a quien mantiene en reserva un cuerpo de tropas que no son conducidas a la lucha hasta que los escuadrones enemigos han combatido, rara vez se le escapa la victoria, y quien tenga las últimas reservas es muy probable que salga victorioso”.[37] No es esta la única lección de las batallas del periodo, que muestran también que, aún cuando la infantería asumiese una función más estática que en épocas previas, esta debía acometer igualmente los batallones contrarios para hacerse con la victoria.
La artillería, un factor secundario
Mención aparte merece el debate sobre el papel de la artillería. Fueron los suecos quienes llevaron a cabo las principales innovaciones en este sentido, tanto a través de Gustado Adolfo, que inventó una pieza ligera que podía ser manejada por dos artilleros y desplazada por un solo caballo, como, sobre todo, de Lennart Torstensson, general de artillería del rey y comandante del ejército de 1642 a 1645. La teoría dicta que estas piezas debían situarse entre los batallones de infantería y seguirlos en su avance. Un lustro antes de que los suecos desembarcasen en Pomerania, no obstante, un oficial imperial, el conde de Mansfeld, había ideado durante el sitio de Breda una pieza semejante que las fuerzas españolas e imperiales adoptaron rápidamente. Se trata de las mansfeltina, o mansfelte, que, según el cronista Herman Hugo “se llevaban fácilmente con dos caballos, y las mayores con cuatro, siendo necesarios para cada una de las antiguas seis, diez o dieciocho caballos”.[38] Eran piezas de bronce, de alcance considerable, con un calibre de 5 libras, una longitud de 18 diámetros y un peso de 8 a 9 quintales (800-1000 kg).[39] En su tratado Preceptos militares: orden y formación de escuadrones (1632), Miguel Pérez de Egea ya habla de disponer piezas entre los batallones, al margen de las baterías de artillería pesada, para acribillar los batallones enemigos antes de que se produjese al choque: “la artillería de los batallones se disparará las veces que diere lugar el tiempo a la mayor diligencia, siendo su principal blanco, así della como de la mosquetería, los escuadrones de picas y tropas de corazas”.[40]
El desempeño táctico de la artillería ligera no resultaba distinto en las fuerzas católicas que en las suecas. La diferencia venía dada por el número de piezas, puesto que los españoles, los franceses, los imperiales y otras fuerzas alemanas desplegaban menos piezas, y seguían privilegiando cañones de calibre superior –de 12, 24 y 48 libras–. En Breitenfeld (1631), los suecos desplegaron 75 cañones frente a 26 imperiales, y en Jankau, 60 contra 27.[41] La artillería, sin embargo, estaba lejos de ser decisiva por si sola: en Nördlingen, de nada sirvieron las más numerosas piezas suecas ante la buena posición de los católicos. Asimismo, como ha señalado David Parrott, estas piezas ligeras seguían siendo estáticas a todos los efectos, puesto que no podían seguir el ritmo de avance de los batallones y, en más de una ocasión, el mismísimo Gustavo Adolfo consideró arriesgado adelantarlos hacia posiciones ventajosas cercanas al enemigo.[42] Por último, cabe destacar el parecer del valón Charles de Bonnières: “se dice comúnmente que la artillería siempre mata los menos, [pero] lo cierto es que su furia a los más espanta”.[43] En otras palabras, que la artillería obraba un impacto más psicológico que real. En la mayor parte de las batallas no tuvo un peso decisivo y, cuando así fue, como en Jankau, se debió a la excelente posición que ocupaba.
Choque de picas
Está aún por resolver la cuestión de si, en la Guerra de los Treinta Años y los conflictos asociados, se produjeron choques de picas entre batallones de infantería. La respuesta es un sí rotundo, aunque con algunas matizaciones. Ante todo, sin embargo, es menester dejar patente que la pica, lejos de sufrir un menosprecio como arma, seguía considerándose la más noble. El francés Jean Billon, en Les principes de l’art militaire (1638) comenta: “muchos extranjeros señalan que, en cuanto a los soldados viejos, dos tercios de ellos son piqueros, y el otro tercio, mosqueteros. Si se habla de soldados nuevos, dos tercios son mosqueteros y el restante, piqueros”.[44] Estos hombres ocupaban el puesto de honor, alrededor de las banderas, y eran los mejor equipados y más veteranos. No es sorprendente, pues, que en 1646, en el funeral del conde de Essex, comandante en jefe del Ejército del Parlamento durante la Guerra Civil inglesa hasta poco antes de su muerte, los oficiales de alto rango del cortejo fúnebre portasen picas en lugar de arcabuces.[45]
Para que dos batallones de infantería llegasen al choque, ambos debían estar formados por soldados veteranos y motivados, algo que fue poco habitual hasta la entrada en escena, en la década de 1630, de suecos y franceses. Para las primeras fases de la guerra, nos topamos con testimonios de oficiales católicos que evidencian que las unidades de infantería protestantes, por lo general, rompieron filas sin aguardar el choque. Con respecto a Montaña Blanca, Louis de Haynin explica que “los valones [unidad de vanguardia imperial] avanzaron a buena resolución hasta cuatro picas de distancia, y como fueron los primeros en disparar y siguieron adelante con las cabezas gachas, los bohemios se asustaron y comenzaron a retroceder”.[46] Acerca de Stadtlohn, en su informe sobre la batalla para la infanta Isabel, gobernadora de los Países Bajos españoles, Tilly explica que “mandé perseguir [a los protestantes], cada cierto trecho, a una élite de mosqueteros, a los que secundaban algunas tropas de caballería de mi vanguardia, y los han atacado con tal decisión que los han roto y puesto en fuga”.[47] Para las batallas en las que ambos ejércitos se componían de veteranos motivados, la situación resultó antitética. El escocés Robert Monro explica que, en la batalla de Fráncfort, en abril de 1631:
«El coronel Lumsdell y yo, los dos a la cabeza de nuestras banderas, él partesana en mano, y yo con una media pica, con un casco que cubría mi cabeza, ordenamos a nuestras picas que avanzasen […]; aguantamos hasta que nuestro cuerpo de picas estuvo en orden y flanqueado por los mosqueteros, y entonces avanzamos. Nuestras picas cargaron, y los mosqueteros dispararon desde los flancos hasta que el enemigo fue puesto en fuga».[48]
Acerca de Lützen, Galeazzo Gualdo Priorato escribió que “los imperiales, enardecidos por la presencia de su general [Wallenstein], rechazaron con ímpetu a los suecos contra el foso […] de suerte que por fin cruzaron las picas, y trabándose unos con otros, las picas se rompían, y echaban mano de las espadas”.[49] A una distancia tan corta, los mosqueteros no podían recargar, así que esgrimían sus armas como porras para golpear con la culata o bien combatían con sus espadas, como observa el teniente coronel Muschamp en su relato sobre Breitenfeld:
«Primero disparamos sobre tres pequeñas piezas de campaña que tenía delante nuestro, y no permití que mis mosqueteros disparasen sus descargas hasta que llegué a tiro de pistola del enemigo, momento en el cual ordené a las tres primeras hileras que disparase al unísono, y luego a las tres restantes, hecho lo cual nos precipitamos a rompe y raja sobre sus filas, aporreándolos con las culatas de los mosquetes y con las espadas».[50]
En su relato sobre Honnecourt, el secretario Jean-Antoine Vincart explica: “volvieron a cargar al enemigo los dichos tercios con tan buenas salvas de mosquetería, y con sus picas se arrojaron con tal ardor en los batallones franceses […] que les obligaron a retirarse a su puesto”.[51] Una situación parecida se produjo en Rocroi, donde, según el mismo autor: “luego todo el ejército francés, cargando sobre estos bizarros españoles, embistió cada batallón español con batallón de infantería y escuadrón de caballería, a los cuales, los dichos bizarros españoles, dieron tan furiosas cargas [de arcabucería], y les detuvieron con sus picas tan cerradas y tan firmes, que no les pudieron abrir ni romper”.[52] Uno año más tarde, en la victoria española en Lérida, el fuego de los cañones galos no bastó, en conjunción con el de los mosquetes, para impedir que los tercios y regimientos al mando de Felipe da Silva barriesen, pica contra pica, a un enemigo apostado en un terreno elevado. Según un anónimo observador, “marchó el ejército de frente al enemigo, aunque recibiendo mucho daño del cañón, en maravillosa orden, hasta que se dio la [orden] de que calasen las picas y embistiesen. Al regimiento de la guardia [real] tocó lo más agrio de la pelea, y el regimiento de Mota le estuvo esperando con las picas caladas y cinco piezas de artillería”.[53] Un testimonio anónimo de la batalla de Montijo, también en 1644, resulta paradigmático. Las tropas al mando del barón de Molinghem avanzaron resuelta al choque:
«Aunque [el barón] puso cuidado en que todos los cuerpos embistiesen a un mismo tiempo, no dejó de hacerlo primero el cuerno derecho de la infantería y caballería, porque la marcha no fue recta contra la frente del enemigo, aunque sí contra todo su cuerpo; y mezclándose todos ya sin usar de la pólvora, sino de la espada y la pica se halló gran repulsa a los principios, particularmente en la infantería, porque la caballería del cuerno derecho cedió luego y tomó la fuga a la vuelta del monte por detrás de la infantería. Asimismo, comenzando a blandear las picas y a palotear los escuadrones del cuerno izquierdo del enemigo, y a cargar con más furia los dos que le acometieron, como a la sazón [también] todos los demás obraron semejantemente».[54]
El estudio de los libros teóricos revela que, en las mentes de los militares de la época, la forma de combatir de la infantería no desdeñaba en absoluto el uso ofensivo de la pica. En 1632, el sargento mayor Miguel Pérez de Egea describía el modo en el que debían marchar y embestir los piqueros:
«No poca diversidad de opiniones ha tenido el si se debe esperar al enemigo a pie firme, o acometerle, si con silencio o voces, de cuya primera parte es parecer de los que más bien sienten, [que] se ha de ir con lento paso, no permitiendo celeridades la pica, y solo apresurándose diez o doce pasos antes de embestir. Y lo segundo, huyendo del alarido y algazara de los bárbaros, persuadidos de que se pelea tanto con las voces como con las manos, se diga dos o tres veces “Santiago, Santiago, España, España”».[55]
Casi cuatro décadas más tarde, el escocés James Turner, veterano del Ejército sueco y de la Guerra Civil inglesa, aconsejaba, en el tratado Pallas Armata, escrito entre 1670 y 1671, una táctica muy parecida, aunque admitía que el choque de picas ya no era tan común como antaño:
«Vuestro avance sobre el enemigo, con independencia de su posición, debe darse a un paso firme y constante; los mosqueteros, ya estén en los flancos o entremezclados con la caballería o con las picas, no deben dejar de disparar. Cuando lleguéis a tiro de pistola, debéis redoblar el paso hasta que las picas estén juntas; entonces cargáis contra ellos, ya encontréis caballería o infantería delante de vosotros. Es cierto que, con frecuencia, no se llega al choque de picas, pero este puede y suele producirse, y los piqueros son de mucho servicio».[56]
Podemos afirmar, en suma, que la importancia táctica de la infantería armada con picas apenas se resintió durante la primera mitad del siglo XVII. Los piqueros constituían el núcleo de todo batallón, su mayor defensa frente a la caballería y la punta de lanza en el momento de embestir contra las formaciones enemigas, cuando se producía el temido “choque de picas”. La creciente potencia fuego, tanto de mosquetería como de artillería, y la presencia de más unidades de caballería motivaron cambios tácticos en el despliegue de las tropas, tanto a escala regimental como en el orden de batalla general. Sin embargo, en ningún caso la pica quedó relegada a un papel secundario. No fue hasta la invención de la bayoneta, a finales de la centuria, cuando la obsolescencia tecnológica relegó la “reina de las armas” a los museos de antigüedades.
Bibliografía
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- Guthrie, W.; Cañete, H. A. (trad.) (2017): Batallas de la Guerra de los Treinta años, de Wittstock a la paz de Westfalia 1636-1648. Málaga: Salamina.
- Parrott, D. A. (1985): “Strategy and Tactics in the Thirty Years’ War: The «Military Revolution»”, Militärgeschichtliche Zeitschrift, vol. 38, n.º 2, pp. 7-25.
- Picouet, P. (2019): The Armies of Philip IV of Spain 1621-1665: The Fight for European Supremacy. Warwick: Helion & Company.
Àlex Claramunt Soto (Barcelona, 1991) es director de Desperta Ferro Historia Moderna, graduado en Periodismo y doctor en Medios, Comunicación y Cultura por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autor de dos libros, Rocroi y la pérdida del Rosellón (HRM Ediciones, 2012), y Farnesio, la ocasión perdida de los Tercios (HRM Ediciones, 2014) y coautor junto con el fotógrafo Jordi Bru del libro Los tercios, además de diversas colaboraciones en obras colectivas. Ha formado parte del consejo editorial del Foro de Historia Militar el Gran Capitán, el principal portal en lengua española sobre esta temática, y ha trabajado varios años en el diario El Mundo como responsable de la sección de agenda en la delegación de Barcelona, coordinador de la sección El Mundo de China del suplemento Innovadores, y redactor web de dicha publicación.
Notas
[1] Valdés, F. de (1589): Espeio y deceplina militar: en el qual se trata del officio del Sargento Mayor. Bruselas: R. Velpuius, p. 17.
[2] Kelenik, J. (2000): The Military Revolution in Hungary, en Fodor, P.; Dávid, G. (eds.): Ottomans, Hungarians, and Habsburgs in Central Europe: The Military Confines in the Era of Ottoman Conquest. Leiden: BRILL, p. 144.
[3] Carnero, A. (1625): Historia de las guerras civiles que ha avido en los estados de Flandes: des del año 1559 hasta el de 1609. Bruselas: Juan de Meerluque, p. 552
[4] Mugnai, B.; Flaherty, C. (2016): Der lange Türkenkrieg, The long turkish war (1593-1606), vol. 2. Zanica: Soldiershop Publishing, p. 22.
[5] Novoa, M. de (1875): Historia de Felipe III, rey de España, en Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. 61. Madrid: Real Academia de la Historia, pp. 185-186.
[6] AA.VV. (1621): Mercure françois: ou suite de l’histoire de nostre temps, sous le regne Auguste du tres-chrestien roy de France et de Navarre, Louys XIII, vol. 6. Paris: Estienne Richer, pp. 418-119
[7] Carta de Christian de Anhalt a Federico V, relatándole su derrota, en Wilson, P. (ed.) (2010): The Thirty Years War: A Sourcebook. London: Palgrave MacMillan, p. 64.
[8] Haynin, L. de (1869): Histoire générale des guerres de Savoie, de Bohême, du Palatinat & de Pays-Bas: 1616-1627, vol. 2. Bruxelles: Muquardt, p. 69.
[9] Copia de carta original de Gabriel de Roy a don Gonzalo Fernández de Córdoba, Colonia, 1 de diciembre de 1622, en (1869): Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. 54. Madrid: Real Academia de la Historia, p. 356.
[10] Wilson, P. (2018). Lützen. Oxford: Oxford University Press, p. 49.
[11] Turner, J. (1683): Pallas Armata. Military Essayes of the Ancient Grecian, Roman, and Modern Art of War. Written in the years 1670 and 1671. London: Richard Chiswell, pp. 228-229.
[12] Roberts, K. (2010): Pike and shot tactics, 1590-1660. Oxford: Osprey Publishing, p. 49.
[13] Gualdo Priorato, G. (1641): Historia delle guerre di Ferdinando 2. e Ferdinando 3. imperatori. E del re’ Filippo 4. di Spagna. Contro Gostauo Adolfo re’ di Suetia, e Luigi 13. re’ di Francia. Successe dall’anno 1630. sino all’anno 1640. Bologna: Giacomo Monti e Carlo Zenero, p. 170.
[14] Parrott, D. A. (1985): “Strategy and Tactics in the Thirty Years’ War: The «Military Revolution»”, Militärgeschichtliche Zeitschrift, vol. 38, n.º 2, p. 11.
[15] Anónimo (1631): Account of the battle of Leipsic published at the time, en Mathews, J. J. (ed.) (1957): Reporting the Wars. Minneapolis: University of Minnesota Press, p. 264.
[16] Aedo y Gallart, D. de (1635): Viaje del Infante Cardenal Don Fernando de Austria desde 12 de Abril 1632 que salio de Madrid hasta 4. de Noviembre de 1634, que entro en la ciudad de Bruselas. Bruselas: Juan Cnobbart, p. 137.
[17] Maffi, D. (2006): “Un bastione incerto? L’essercito di Lombardia tra Filippo IV e Carlo II (1630-1700)”, en García Hernán, E.; Maffi, D. (eds.): Guerra y sociedad en la monarquía hispánica: política, estrategia y cultura en la Europa Moderna, 1500-1700, vol. 1. Madrid: CSIC, p. 513.
[18] Mendoza, B. de (1596): Theorica y practica de guerra. Amberes: Emprenta Plantiniana, p. 117.
[19] Melzo, L. (1619): Reglas militares sobre el govierno y servicio particular de la cavalleria. Milán: Juan Baptista Bidelo, p. 90.
[20] Montecuccoli, R. (1852): Opere di Raimondo Montecuccoli. Torino: Tip. Economica, p. 232
[21] Bonnières, C. (1644): Arte militar deducida de sus principios fundamentales. Zaragoza: Hospital Real y General de Nuestra Señora de Gracia, p. 278.
[22] Fabert, A. de (1635-1639): Journal des campagnes des armées françaises en Allemagne, Pays-Bas et Italie, sous les ordres du cardinal de la Valette, pendant les années 1635 à 1639 ; avec plans de batailles et de forteresses. Ms. 799, Bibliotheque Sainte Genevieve, f. 34.
[23] Guthrie, W. P. (2003): The Later Thirty Years War: From the Battle of Wittstock to the Treaty of Westphalia. London: Greenwood Publishing Group, p. 122.
[24] Wilson, op. cit., p. 49.
[25] Anónimo (s. f.): Campañas de Cataluña y Extremadura del año de 1644, en (1890): Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. 95. Madrid: Real Academia de la Historia, p. 395.
[26] Dávila Orejón Gastón, F. (1669): Politica y mecanica militar para sargento mayor de tercio. Madrid: Julian de Paredes, p. 360.
[27] Guthrie, op. cit., p. 122.
[28] Guthrie, op. cit., p. 42
[29] Roberts, K. (2005): Cromwell’s War Machine: The New Model Army, 1645-1660. Barnsley: Pen & Sword Military, p. 152.
[30] Lostelneau, S. de (1647): Le mareschal de bataille. Paris: mr. D’E. Migon, chez T. Qvinet, p. 388.
[31] Roberts, op. cit., p. 160.
[32] Vincart, J. A. de (1642): Relación de los progressos de las armas de S. M. Cathólica el rey D. Phelippe IV, nuestro señor, governadas por el illmo. y excmo, señor D. Francisco de Mello, marqués de Torde Laguna, conde de Assumar, del Consejo de Estado de S. M., governador, lugar-thiniente y capitan general de los Estados de Flandes y Borgoña, de la campaña del año 1642, en (1873): Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. 59, p. 146.
[33] Relación de la batalla de Rocroy por el duque de Alburquerque, en Rodríguez Villa, A. (1904): “La batalla de Rocroy”, Boletín de la Real Academia de la Historia, 44, pp. 511-512.
[34] Vincart, J. A. de (1643): Relación de los progressos de las armas de S. M. Cathólica el rey D. Phelippe IV, nuestro señor, governadas por el illmo. y excmo, señor D. Francisco de Mello, marqués de Torde Laguna, conde de Assumar, del Consejo de Estado de S. M., governador, lugar-thiniente y capitan general de los Estados de Flandes y Borgoña, de la campaña del año 1643, en (1880): Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. 75, p. 431
[35] Vincart, op. cit., p. 445.
[36] Albuquerque, op. cit., 513
[37] Boyle, R. (1677): A treatise of the art of war dedicated to the Kings Most Excellent Majesty. In the Savoy: Printed by T. N. for Henry Herringman, P. 157.
[38] Hugo, H. (1627): Sitio de Breda rendida a las armas del Rey don Phelipe IV. a la virtud de la infanta Doña Isabel, al valor del Marques Ambr. Spinola. Amberes: Ex Officina Plantiniana, p. 62.
[39] Moncada, G. R. de (1653): Discurso militar; proponense algunos inconvenientes de la milicia destos tiempos y su reparo. Valencia: Bernardo Noguès, pp. 138-139.
[40] Pérez de Egea, M. de (1632): Preceptos militares: orden y formacion de esquadrones. Madrid: Viuda de Alonso Martin, p. 138
[41] Bonney, R. (2002): The Thirty Years’ War 1618-1648. Oxford: Osprey Publishing, p. 28.
[42] Parrott, op. cit., pp. 15-16.
[43] Bonnières, op. cit., p. 274.
[44] Billon, J. de (1638): Les principes de l’art militaire. Lyon: Simon Rigaud, p. 296.
[45] Roberts, op. cit., p. 67.
[46] Haynin, op. cit. p. 175.
[47] El conde de Tilly a la infanta Isabel Clara Eugenia, Stadtlohn, 7 de agosto de 1623, en Hennequin, A. C. de (1860): Tilly; ou, La guerre de trente ans de 1618 à 1632, vol. 2 Paris/Tournai: H. Casterman, p. 276.
[48] Monro, R.; Brockington, W. S. (ed.) (1999): Monro, His Expedition with the Worthy Scots Regiment Called Mac-Keys. London: Greenwood Publishing Group, p. 159.
[49] Gualdo Priorato, G. (1772): L’histoire des derniéres campagnes et négociationes de Gustave-Adolphe en Allemagne. Paris: G. Decker, p. 218.
[50] Watts, W. (1632): The Swedish Discipline, Religious, Civile, and Military. London: Printed by John Dawson for Nath, p. 24.
[51] Vincart, Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. 59, p. 159.
[52] Vincart, Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. 75, p. 441.
[53] Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. 95, p. 380.
[54] Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. 95, p. 399.
[55] Pérez de Egea, op. cit., p. 139.
[56] Turner, op. cit., p. 305.
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